Nivel 26


Objetivo: 'Diginovela' (Literatura 2.0, el último grito)

La policía sabe que los asesinos pueden clasificarse en 25 niveles de crueldad. El abanico pasa del nivel 1 -el ingenuo oportunista que mata casi sin querer- hasta el 25 -asesinos organizados especialistas en la premeditación y la violencia extrema-. Steve Dark es el jefe de un departamento secreto del Gobierno americano que se encarga de encontrar y ajusticiar a los asesinos en serie más despiadados. Posee la habilidad de habitar virtualmente en el perfil del asesino basándose en los pequeños detalles que va descubriendo. Las alarmas saltan y Dark es reclutado para detener al único integrante de un nuevo nivel de maldad: el nivel 26. Sqweegel es un artista de la contorsión que, embutido en un traje de látex, ha cometido más de 50 crímenes atroces en varios países.
Éste que os hemos relatado es el argumento de Nivel 26, el libro que hace furor en EE. UU.  desde hace un año. Un relato policíaco que necesita la inscripción del lector en la página web del libro para ver vídeos que delatan la trama. Esta modalidad de novela y de hacer literatura llamada 'diginovela' combina los tres géneros: literatura, cine y/o TV e internet, para hacer que el lector se introduzca (y no sólo intelectualmente) en la trama.
Autor: Anthony Zuiker
Editorial: Planeta

A continuación un extracto de la novela, una novela del creador de la serie CSI:


Anthony E. Zuiker y Duane Swierczynski
NIVEL 26


Entre el personal de los cuerpos de seguridad es bien sabido
que los asesinos se clasifican según su pertenencia a uno de
los veinticinco niveles de maldad: de los ingenuos oportunistas
del nivel 1 a los organizados asesinos torturadores
que pueblan el nivel 25.
Lo que casi nadie sabe —a excepción del innominado
grupo de investigación de élite que se encarga de dar caza a
los asesinos más peligrosos del mundo, un conjunto de
hombres y mujeres que no se menciona en ningún registro
oficial— es que el proceso para definir una nueva categoría
de asesinos está en marcha. Sólo un hombre pertenece a
este nivel.
Sus objetivos: 
Cualquiera.

Sus métodos: 
Ilimitados.

Su alias: 
Sqweegel.

Su clasificación: 
Nivel 26.

prólogo
El don

Roma, Italia
El monstruo estaba escondido en algún lugar de la iglesia.
El agente supo que por fin era suyo.
Se quitó las botas tan silenciosamente como pudo y las
dejó bajo la mesa de madera del vestíbulo. Las suelas eran
de goma, pero podrían hacer ruido sobre el suelo de mármol.
De momento, el monstruo no sabía que lo seguían; o al
menos eso creía el agente.
Llevaba tres años persiguiendo a un monstruo del que
no había fotografías ni ninguna otra prueba física. Intentar
cazarlo era como tratar de atrapar volutas de humo con la
mano: cada tentativa conseguía que se desvaneciera y que
se materializara en cualquier otro lugar.
La cacería lo había llevado por todo el mundo: Alemania.
Israel. Japón. Estados Unidos. Y ahora estaba aquí, en
Roma, en una iglesia barroca del siglo xvii llamada Mater
Dolorosa, que en latín quería decir «madre afligida».
El nombre le iba que ni pintado. El interior de la iglesia
era realmente lúgubre. Con la pistola sujeta entre ambas
manos, el agente avanzó con sigilo entre los amarillentos
muros.
Un letrero en la puerta de la iglesia anunciaba que estaba
cerrada al público por trabajos de renovación. El agente
sabía suficiente italiano como para entender que se estaba
restaurando el fresco de cuatrocientos años de antigüedad
que decoraba el interior de la cúpula.
Andamios. Oscuridad. Sombras. Era el hábitat natural
del monstruo. No era de extrañar que lo hubiera elegido, a
pesar de tratarse de un lugar sagrado.
A esas alturas el agente ya había comprendido que el
monstruo no conocía límites. Las iglesias y los templos se
consideraban santuarios incluso en tiempos de guerra; refugios
seguros para aquellos que buscaban el consuelo de
Dios en tiempos oscuros.
Mientras avanzaba entre los postes de metal bajo los
andamios, el agente tuvo el convencimiento de que el monstruo
estaba allí. Lo sentía.
No creía en lo sobrenatural; no creía tener poderes psíquicos.
Pero cuanto más duraba la cacería del monstruo,
más fácil le resultaba sintonizar con su forma de pensar.
Ese don había permitido al agente estar más cerca de atrapar
al monstruo que ningún otro investigador; pero también
tenía su coste. Cuanto más se acercaba su cerebro a la locura
del monstruo, más le costaba a él mantener el contacto
con lo que suponía estar cuerdo. Había comenzado a preguntarse
si aquella obsesiva persecución podría llegar a
terminar con su vida. Había apartado de sí el pensamiento.
Había vuelto a concentrarse al ver a la víctima más reciente,
a unas manzanas de allí. La visión de la sangre, la
piel desgarrada, las vísceras humeantes en el frío aire nocturno
y los amarmolados abalorios de grasa que colgaban
de los músculos expuestos harían vomitar a los primeros
que lo vieran. No así al agente, que se había arrodillado y
había sentido un estallido de adrenalina al tocar el cuerpo a
través del grueso látex de sus guantes y advertir que todavía
estaba caliente.
Quería decir que el monstruo estaba cerca.
Sabía que no habría ido muy lejos; al monstruo le encantaba
esconderse y disfrutar de las secuelas de su trabajo.
Se sabía que incluso había llegado a ocultarse en la escena
del crimen mientras cuerpos de seguridad maldecían
su nombre.
El agente había entrado en el pequeño patio que había
cerca del cadáver de la víctima y había dejado vagar su
mente. Nada de lógica deductiva, nada de interpretaciones
razonadas, presentimientos o corazonadas. En vez de eso,
pensó: «Soy el monstruo; ¿adónde voy?»
Al escudriñar los tejados, vio la brillante cúpula y lo supo
de inmediato. «Ahí. Iría ahí.» No lo dudó ni por un segundo.
Todo terminaría esa noche.
Ahora se movía silenciosamente entre los bancos de madera
y los postes de metal de los andamios, pistola en mano,
con todos los sentidos alerta. El monstruo era tan escurridizo
como el humo, pero incluso esa sustancia tenía una apariencia,
un aroma, un sabor.
El monstruo tenía la mirada fija en la parte superior de
la cabeza de su perseguidor. Se había escondido debajo
de un tablón de madera cubierto de manchas de pintura. Se
aferraba a los agujeros de la tabla con sus dedos delgados y
fuertes y sus igualmente poderosos pies.
Casi deseaba que su cazador levantara la vista.
Muchos lo habían perseguido a lo largo de los años, pero
ninguno como aquél. Aquél era especial. Diferente.
Y, de algún modo, le resultaba familiar.
El monstruo quería volver a ver su cara, pero en persona.
No era que no conociera el aspecto de sus cazadores.
Tenía una gran cantidad de fotografías y grabaciones de
todos ellos; en el trabajo, en los patios traseros de sus casas,
de camino a llenar el depósito de gasolina, llevando a sus
hijos a los partidos y comprando botellas de licor. Había
estado lo suficientemente cerca de ellos como para catalogar
sus olores, la colonia que llevaban, la marca de tequila
que bebían. Formaba parte del juego.
Hasta hacía poco había creído que éste era como los demás.
Pero de repente había comenzado a soprenderlo haciendo
avances que nadie había hecho hasta entonces, acercándose
a él más que nadie. Tanto que el monstruo se había
olvidado de los demás cazadores y había centrado su aten-
ción en la única fotografía que tenía de éste. La había estudiado
atentamente para intentar averiguar cuál era su punto
flaco. Sin embargo, una fotografía no era lo mismo que
la vida real. Quería analizar su rostro mientras todavía disfrutaba
del aire, contemplaba lo que le rodeaba, absorbía
los olores.
Y luego lo asesinaría.
El agente levantó la mirada. Habría jurado que había visto
algo moviéndose allí arriba, bajo las sombras del andamio.
La cúpula que lo cubría era una extraña muestra de la
arquitectura del xvii. Estaba sustentada sobre docenas de
vidrieras que captaban toda la luz entrante y la proyectaban
hacia su punto más alto, como si exaltaran a Dios con su
propio resplandor. A la luz del día debía de ser impresionante.
Pero la luna llena de aquella noche proyectaba sobre
las vidrieras un resplandor inquietante. Y todo lo que quedaba
por debajo de la cúpula, de las bóvedas para abajo,
estaba envuelto en dramáticas sombras. Un descarnado recordatorio
del lugar del hombre en el universo: abajo, en la
ignorancia de la oscuridad.
La cúpula estaba decorada con una recreación del cielo
en la que flotaban querubines, heraldos y nubes, como si
quisieran burlarse todavía más del hombre.
Un momento.
Por el rabillo del ojo, el agente vislumbró un revoloteo
blanco y oyó un débil crujido de algo que parecía goma.
Allí. Por encima del altar.
«Este cazador es muuuuuuuuy bueno —pensó el monstruo
desde su nuevo escondite—. Ven a buscarme. Deja que
te vea la cara antes de que te la arranque a tiras.»
El silencio era tan absoluto que casi parecía algo vivo,
palpitante, que envolvía la iglesia. El agente se movía con
rapidez, trepando una mano tras otra por el andamio tan
silenciosamente como podía, con la pistola en la pistolera
lateral, que llevaba abierta para desenfundar a la menor
ocasión. Notaba bajo los dedos las rugosidades y protuberancias
de la madera; los postes estaban llenos de polvo y de
esquirlas de acero.
Siguió escalando lentamente y dejó atrás otra plataforma;
cualquier reflejo o atisbo del monstruo. Pero había
muy poca luz. Respiró hondo y subió otro nivel más, por
encima del borde cuando expuso su cabeza y su cuello a lo
desconocido. Ojalá pudiera ver...
«Yo te veo —pensó el monstruo—. ¿Me ves tú a mí?»
Y entonces lo vio.
Vio la cara del monstruo por primera vez. Dos ojos redondos
y brillantes lo observaban desde un rostro carente
de expresión; era como si alguien hubiera cogido una plancha
y hubiera eliminado todas sus facciones... salvo los
ojos.
Entonces desapareció a toda velocidad por el lateral del
andamio, como una araña ascendiendo por su tela.
El agente abandonó el sigilo. Se lanzó tras el monstruo
con una velocidad que lo sorprendió incluso a sí mismo.
Trepaba por los travesaños y las plataformas del andamio
como si hubiera estado practicando en el campamento del
FBI de Virginia.
Entonces lo volvió a ver. Dos niveles por encima de él,
atisbó un miembro pálido que se agitaba por el borde de la
plataforma.
El agente trepó todavía más rápido y agitado. El monstruo
se estaba acercando a la cúpula celestial. Pero aquel
cielo era un callejón sin salida. Ahí arriba no había escapatoria.
16
Por vez primera en décadas, el monstruo sintió auténtico
miedo. ¿Cómo le había podido localizar aquel cazador?
¿Cómo podía ser tan temerario de seguirlo hasta allí?
La cara del cazador tenía otro aspecto. Ya no se trataba
de un simple agente de la ley que había seguido una corazonada
y había tenido un golpe de suerte. Era algo nuevo y
asombroso. El monstruo habría reído de entusiasmo, si eso
no hubiera ralentizado su ascenso.
Durante un glorioso momento, el monstruo no supo lo
que ocurriría a continuación. Se sintió como cuando era un
niño. Si el cazador ejercía una ligera presión sobre el gatillo
y la trayectoria era la correcta, todo terminaría. El monstruo
era muchas cosas, pero no estaba hecho a prueba de balas.
«¿Acabará todo aquí? ¿Eres tú el que me dará muerte?»
Era suyo.
Sintió que el tablón de madera que le quedaba sobre la
cabeza le temblaba: el último nivel del andamio antes de
llegar a la cúpula. El agente trepó a toda velocidad por los
dos últimos travesaños. Desenfundó su pistola.
Allí estaba; tumbado sobre la plataforma superior. Durante
un segundo el agente clavó su mirada en los ojos del
monstruo a través de la penumbra y éste la mantuvo. No
duró más que un suspiro, imposiblemente corto y sin embargo
inconfundible; el primitivo reconocimiento entre el
cazador y la presa en el momento culminante, justo antes
de que uno cante victoria y el otro muera.
El agente disparó dos veces.
Pero el monstruo no sangró. Explotó.
No le llevó más que un segundo reconocer el ruido del
cristal haciéndose añicos e identificar el espejo que había
roto con sus disparos; sin duda, formaba parte del equipo
de los trabajos de restauración. Aquel error podría haberle
resultado fatal. Cuando se volvió para disparar otra vez,
supo que el monstruo ya se había escapado; lo oyó atravesar
una vidriera y salir al tejado de la iglesia. Al agente le cayó
encima una lluvia de cristales de colores. Uno de ellos le
hizo un corte en la mejilla al levantar el arma y disparar a
ciegas hacia el agujero de la vidriera. La bala no hizo blanco
y se perdió en el cielo. Oyó el ruido de alguien que se alejaba
a la carrera por el exterior de la cúpula... y luego nada.
Bajó del andamio a toda velocidad, pero en el fondo sabía
que ya era inútil. El monstruo estaba suelto por los tejados
de Roma, una invisible voluta de humo que se alejaba
cada vez más, sin dejar el más leve rastro que demostrara
que realmente había estado allí.
primera parte
El hombre del traje de asesino
Dos años después

Capítulo 1
En algún lugar de Estados Unidos/Sala de costura
Viernes/21.00 horas
El hombre, de delgadez casi fantasmal a quien el FBI llamaba
«Sqweegel», trabajaba febrilmente con la máquina de
coser de su abuela. El repiqueteo obsesivo retumbaba en la
pequeña habitación de la segunda planta.
TacatacatacatacatacatacatacaTACTAC.
TAC.
TAC.
TAC.
Sqweegel presionaba el pedal con un pie pequeño y desnudo.
Llevaba las uñas de los pies arregladas, al igual que
las de las manos. Un flexo iluminaba su rostro concentrado.
Sus delicadas manos empujaban la tela que rodeaba la cremallera
en dirección al palpitante cabezal metálico. Tenía
que quedar bien.
No, bien no.
Tenía que quedar perfecto.
El calor de la máquina hacía que la habitación oliera a
polvo quemado; la sangre olía a peniques.
El traje todavía estaba pegajoso y manchado de sangre
oscura y parcialmente seca. El género era resistente, pero
no indestructible. La cremallera se había enganchado
con algo lo suficientemente afilado como para hacerle un
corte de un par de centímetros a la tela negra que la mantenía
unida al resto del traje de látex. Él no había sangrado;
como mucho se había raspado la piel. Pero incluso eso
era demasiado, así que había cogido el mechero de su caja
de herramientas y había acercado la llama al borde del
metal con que se había cortado. Se aseguró de eliminar
los restos de piel que pudieran haberse adherido a él. No
debía dejar ningún rastro. Luego, había regresado a casa.
Y ahora estaba reparando el corte.
Había estado preocupado por él durante todo el camino
de vuelta a casa desde el pequeño apartamento de la zorra,
a las afueras de la ciudad. Antes de meterlo de nuevo en su
maleta, Sqweegel había intentado volver a fijar el trozo de
tela en su sitio. Pero no funcionó. Cerró la maleta y trató
de olvidarlo. Le resultaba imposible. Imaginaba el pequeño
pliegue de tela colgando del traje como una bandera
negra e inmóvil a medio batir en una noche de luna sin
viento. Lo distraía tanto que estuvo a punto de aparcar a un
lado de la carretera para abrir el maletero y volver a fijarlo
en su sitio.
Pero había resistido el impulso. Sabía que era una tontería.
Y sabía que en seguida llegaría a casa.
En cuanto cerró la puerta tras de sí, Sqweegel llevó el
traje a la sala de costura. Tenía que ocuparse de aquello inmediatamente.
Sqweegel utilizaba la máquina de coser de su abuela
porque funcionaba igual de bien ahora que el día que ella la
pidió en el catálogo de Sears Roebuck en 1956. Era una
Kenmore 58 y había costado 89,95 dólares. Cosía hacia delante
y hacia atrás bajo una luz que llevaba incorporada. Lo
único que necesitaba era un poco de aceite en las partes
móviles y una buena limpieza de la carcasa cada pocas semanas.
Dedícale a las cosas los cuidados necesarios y te
durarán eternamente.
Como el traje.
Su pequeño pie dejó de accionar el pedal. La cabeza empezó
a ir cada vez más despacio hasta que se detuvo por
completo. Sqweegel se inclinó y sus ojos quedaron a milímetros
del género. Admiró su obra.
Ya estaba.
Ya no había corte.
Ahora tenía que limpiar la sangre de aquella zorra asquerosa.

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